jueves, 29 de marzo de 2007

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Me ha llamado la atención una soberana tontería. Ayer, después de muchas horas de trabajo, de mucha Coca-cola, y de mucho estrés, pasó lo inevitable, tuve que ir al servicio. Y me sorprendió, mientras me moría de gustirrinín allí, dando por fin rienda suelta a mi vejiga, me fijé en la estantería de vidrio y en el bote de detergente que estaba encima.

Lo sorprendente del asunto es que era una botella de Coca-cola, con un flus-flus (ya se, ya se, pero mi madre siempre los ha llamado así) acoplado y llena de jabón fosforescente.

De esta anécdota, me llaman la atención dos cosas. La primera que vivimos en un mundo de estándares. Que el paso de rosca del cuello de la botella de refresco sea compatible con el dispensador de un detergente me parece fascinante. Y es sólo un ejemplo de la gran cantidad de elementos industriales compatibles entre sí por estar fabricados en maquinas similares así como del esfuerzo por compatibilizar los diferentes objetos de la vida cotidiana.

La segunda cosa que me llama la atención es el tremendo sentido práctico de la señora (y no es que sea machista, es que donde estudio sólo son señoras) de la limpieza, que en vez que gastarse dos duros (o dos euros) en un bote de jabón nuevo, o en una recarga para aprovechar el dispensador, ha cogido una botella de Coca-cola, la ha rellenado de detergente, y la ha recliclado dándole una vida útil mucho más larga que los 15 minutos de beberse el refresco.

Todo esto para contar que me he sentido profundamente conmovida por un objeto tan banal, tan simple, tan fuera de lugar en este mundo de consumo, de usar y tirar, de más, mejor y más rápido.

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