Todavía era un mico, no levantaba tres palmos del suelo y ya tenía libros. Me acuerdo de muchos de ellos. Había uno con pollitos, otro con conejos, otro con colores y formas, otro de ballenas…
No tenían letras, tampoco me habrían servido de mucho, no sabía leer. Eso sí, aquellos libros estaban llenos de historias, cada día una distinta. Mi madre me pedía todas las noches que le contara un cuento, y todas las noches me inventaba una historia mirando aquellos dibujos.
Me mandaron al cole, y ya no podía dibujar en una hoja en blanco, había que colorear dibujos, llenar páginas de palotes… Me enseñaron a leer y escribir. Los dictados venían ya hechos, las redacciones tenían un tema predefinido, los libros explicaban sin derecho de réplica.
Más adelante, los contenidos se complican aún más, se estudian fechas, personajes, hechos, ciencia, desde la óptica de la institución donde te hayan encasillado, sin preguntar tu opinión. Estudia, aprende, saca buenas notas, no preguntes, no critiques, es así, y punto.
En la facultad, las cosas no se arreglan. El profesor suelta su charla y escuchas, tomas apuntes, regurgitas lo que te han embutido a lo largo del curso en una hoja de examen y se te evalúa en función de lo que has conseguido recordar.
Afortunadamente conservé mi pasión por los libros. Ya no tenían conejos, ni pollitos, tenían palabras. Muchas. Ricas. Variadas. Cultas. Vulgares. Leo por placer, y leo de todo, desde los clásicos de cualquier literatura (y si es posible en versión original) hasta los últimos best-sellers. Soy una lectora compulsiva, devoro las páginas.
Gracias a eso he conseguido tener opinión propia. Leo varios periódicos a diario, y me pongo en cuestión todos los días. A mí y a lo que me rodea. Y a mis maestros, a mis profesores, a mis amigos y compañeros. Gracias a eso tengo herramientas para observar el mundo y hablar de él.
Me gusta el tacto del papel. El olor a imprenta. El filo de los libros nuevos. El ruido que hacen las hojas al pasarlas. Y a base de leer, de soñar, de imaginar, he conseguido reservar un hueco aquí dentro a aquél mico que se inventaba historias cada noche.
No tenían letras, tampoco me habrían servido de mucho, no sabía leer. Eso sí, aquellos libros estaban llenos de historias, cada día una distinta. Mi madre me pedía todas las noches que le contara un cuento, y todas las noches me inventaba una historia mirando aquellos dibujos.
Me mandaron al cole, y ya no podía dibujar en una hoja en blanco, había que colorear dibujos, llenar páginas de palotes… Me enseñaron a leer y escribir. Los dictados venían ya hechos, las redacciones tenían un tema predefinido, los libros explicaban sin derecho de réplica.
Más adelante, los contenidos se complican aún más, se estudian fechas, personajes, hechos, ciencia, desde la óptica de la institución donde te hayan encasillado, sin preguntar tu opinión. Estudia, aprende, saca buenas notas, no preguntes, no critiques, es así, y punto.
En la facultad, las cosas no se arreglan. El profesor suelta su charla y escuchas, tomas apuntes, regurgitas lo que te han embutido a lo largo del curso en una hoja de examen y se te evalúa en función de lo que has conseguido recordar.
Afortunadamente conservé mi pasión por los libros. Ya no tenían conejos, ni pollitos, tenían palabras. Muchas. Ricas. Variadas. Cultas. Vulgares. Leo por placer, y leo de todo, desde los clásicos de cualquier literatura (y si es posible en versión original) hasta los últimos best-sellers. Soy una lectora compulsiva, devoro las páginas.
Gracias a eso he conseguido tener opinión propia. Leo varios periódicos a diario, y me pongo en cuestión todos los días. A mí y a lo que me rodea. Y a mis maestros, a mis profesores, a mis amigos y compañeros. Gracias a eso tengo herramientas para observar el mundo y hablar de él.
Me gusta el tacto del papel. El olor a imprenta. El filo de los libros nuevos. El ruido que hacen las hojas al pasarlas. Y a base de leer, de soñar, de imaginar, he conseguido reservar un hueco aquí dentro a aquél mico que se inventaba historias cada noche.
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