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miércoles, 5 de junio de 2013

Días 0, 1 y 2





Hoy es miércoles.

El lunes me hicieron una reconstrucción del cruzado anterior de la rodilla izquierda y una resección de menisco. Vamos por partes.

Día 0:

A las ocho y media el ingreso en la Clínica Cemtro de Madrid. Ningún problema con nada, me asignan la habitación 213 (buen número) y me dicen que me quite la ropa, me ponga el camisón y me quede en la cama esperando a que me lleven a quirófano. Llevo sin comer ni beber nada desde la noche anterior y casi que mejor, porque con el estómago en un puño y unas náuseas tremendas me habría puesto todavía peor.

Me meto en la cama e intento relajarme. Como no quiero que nadie me hable, cierro los ojos. Termino por quedarme dormida. Tanto estrés y tantas noches sin dormir agotan y me paso la mañana durmiendo. Suena el teléfono de la habitación. La operación se va a retrasar porque no tienen todavía mis tornillos.

A eso de las tres, me vienen a buscar y me llevan a quirófano. Mientras veo cómo desfilan las luces del techo voy pensando en todo lo que me espera e intentando respirar hondo para dejar de temblar. Me pasan a la mesa de operaciones y me llevan a quirófano. Hace frío.

El anestesista me pregunta que si hay algo que deba saber. Le confieso que mi mayor (y única) fobia son las agujas y que no me quiero enterar de la epidural. Que me drogue con lo que quiera. Hacemos un par de bromas, me ponen un goteo y me quedo grogui. Siento cómo me giran y me pinchan en la espalda, pero estoy tan a gusto que me da igual. Algún día me tienen que contar qué es eso que ponen en el suero...

Me tapan, me ponen una manta calentita y una pantalla de tela azul para no poder ver nada. Aparece el cirujano, me sonríe, me dice que vamos a empezar.

Me paso hora y pico entretenida. Primero con mi monitor de constantes vitales. Tensión en 8/4, pulsaciones a 60, saturación al 100% y me entretengo en respirar despacio para ver cómo bajan un poquito y en respirar más rápido para ver cómo suben. Después, con el monitor de la artroscopia, que parece un documental de vida submarina. El menisco es como un campo de algas blancuzcas flotando en un mar de suero y cuando llega la parte del taladro y el martillo no deja de tener su aquél mirar. Llamadme morbosa, pero es divertido sobre todo cuando no hay mucho más que hacer. Por último, estoy escuchando a los auxiliares hablar de una cena que están organizando. Parece que van a quedar todos para irse por ahí de juerga. De vez en cuando aparece alguien que me pregunta que si estoy bien y siempre digo que sí.

Se acaba todo. Sólo puedo preguntar que si ha ido bien y que si me la han grabado en DVD. El cirujano me dice que sí a las dos cosas y que han tenido que abrir más de lo normal, así que voy a tener una cicatriz grande en vez de dos agujeritos. Le contesto que me da igual mientras quede bien por dentro. Al fin y al cabo sólo es una cicatriz. Me mandan a reanimación.

Momento Uma Thurman en Kill Bill hablando con mis dedos gordos de los pies y diciéndoles "muévete", Sé que cuando se pase la anestesia me va a doler pero es desagradable tener todo el cuerpo como un corcho. Por fin, al quinto o sexto intento, aquello responde y empiezo a sentir las piernas.

Me llevan a la habitación. El Dr. Marcos de la Torre ha pasado ya a dar el parte a mi padre y darle el DVD. Fui tan pesada con eso de que me la grabaran que lo primero que dijo fue que sí, que ahí estaba  toda la operación. Lo segundo es que todo había ido bien y que ya me bajaban a planta.

Veo a mi padre, me ponen algo en el suero, le cuento cómo ha ido, creo que hablé con mi madre por teléfono, pero no lo recuerdo. Decididamente, el chute ha sido estupendo.

Duele, pero nada que ver con la otra vez.


Veo mi drenaje saliendo de la rodilla. Me duermo un rato. Me despiertan cada dos horas para preguntar que qué tal. No entiendo esa obsesión por saber si ya he orinado. Si no me han dejado beber nada desde ayer y he sudado como un pollo por los nervios, ¿cómo quieren que haga pis? Por fin me dejan beber agua y comer algo. El cátering no está mal. Un consomé decente y un poco de fiambre. Todo va bien.

Día 1:

Me despierto a las seis. Mi padre ronca en el sofá y no me deja dormir. Me quedo leyendo un rato. La enfermera me pone un analgésico en el goteo. Paracetamol. No me duele casi nada. Me toca pincharme la heparina. Es desagradable, pero prefiero hacerlo yo a que me lo hagan. De todas formas voy a tener que acostumbrarme porque es una vez al día durante un tiempo.

El café y el croissant me saben a gloria por la mañana. Me siento bien, no me duele casi nada y a media mañana aparece mi traumatólogo favorito para ver qué tal. Me estira la pierna, me la dobla a 90º y aunque eso sí que duele no es ni por asomo como la última vez. Estoy contenta, me siento bien y el dolor es muy muy soportable. Se le ve contento. Me da el informe y me cita en 15 días.

Un par de horas más tarde viene la enfermera a curarme la herida y quitarme el drenaje. Recordando la última vez, que fue el dolor más intenso que he sentido jamás, me pongo tensa y le digo por qué. Me contesta que no me preocupe, que sabe que duele pero que respire hondo y que no va a durar mucho.

Miro mi rodilla cuando me quitan las vendas. Está fatal. Magullada, con dos costurones enormes a cada lado. Uno me lo esperaba, el otro, aunque me habían avisado, me da un poco de cosa. Son muchos puntos. Y ahí está el agujerito del drenaje.

La enfermera me dice que respire hondo. Me tapo la cara con la almohada. Cuando le digo que tire ya me responde que hace un rato que me lo ha quitado todo. No me lo creo, ni me he enterado. Y eso que es un tubo de unos diez centímetros metido en la articulación. Sonrío.

Me cura, me venda y me deja unas muletas para poder ir al baño. Me visto, me van a dar el alta en cuanto vean que no me mareo y que me puedo mover. Me quiero ir a casa YA.

Foto: Ya me han dado el alta. Esperando a que me quiten la vía y me dejen irme. Contenta e impaciente :-)

Por fin me liberan y nos vamos. Moverse con muletas es como montar en bici, le coges el truquillo en un momento. No me duele mucho. El contraste con la otra operación es cada vez más grande.

En casa, se me va pasando el efecto de los analgésicos intravenosos y duele. Me tomo un comprimido y parece que se calma, pero no mucho. En el sofá, viendo pelis y haciendo ganchillo, dejo de pensar en la rodilla y se va pasando el dolor. El hielo ayuda mucho. 15 minutos cada hora. Esta vez estoy preparada, en vez de guisantes tengo una enorme bolsa de gel.

Pasa el día y el dolor se va atenuando. Hago los ejercicios que me han recomendado. La rodilla se estira bien (duele) se dobla bien (duele) y puedo levantar la pierna para intentar mantener el tono del cuádriceps (duele). Y aunque duele, no tiene nada que ver con mis recuerdos.

Me voy a la cama, encuentro una postura cómoda y me duermo ocho horas del tirón.

Día 2:

Me despierto en la misma postura en la que me acosté. Exactamente la misma. Me duele todo, pero la pierna está bien. No palpita, no molesta mucho. Me visto y me levanto. Doy gracias a ser flexible para poder ponerme la ropa sin tener que doblar las piernas. Voy a desayunar. Ahora sí que molesta. Me tomo un comprimido. Hielo. Se calma. Sofá. Ganchillo. Más sofá. Ejercicios de estiramientos e isométricos. Molesta pero no tanto. Me siento al PC a escribir la crónica.

Mañana más y seguro que mejor.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Con lo que duele…


El otro día pensaba que si en los tanatorios y funerarias de Madrid tuvieran ofertas de grupo, se habrían arruinado con mi familia en los últimos tiempos. Y es que a nosotros siempre nos ha ido eso del humor negro.

Solemos disfrutar de buen humor, de risas, incluso de carcajadas, en los lugares más inverosímiles. Supongo que es una reacción al dolor y al pasmo, al susto y a la muerte. Porque llorar de la risa en la recepción del tanatorio de la M-30 no es muy normal, no.

Lo que pasa es que todo cansa y aburre, y algunas cosas no tienen gracia.

Mi bisabuela se muere. Algunos pensarán que es una circunstancia de lo más normal. 98 años son muchos años, y el cuerpo aguanta lo que aguanta y ni un minuto más. Afortunadamente, está inconsciente y ajena a la angustia y el sufrimiento de los últimos momentos. Cada vez respira más despacio, y se va apagando como un fuego que ya ha ardido hasta consumir lo último que le quedaba.

Parece un pajarito. Delgadita, pequeña, encogida, ligera. Parece que ya se ha despegado de nosotros y se ha ido a algún otro sitio.

Ya no conoce a nadie. De hecho, hace ya mucho tiempo que perdió la memoria. Tampoco habla. Puede que no recuerde cómo se articulan las palabras. No sé si piensa, aunque me gusta creer que sí, y que se ha refugiado en algún momento feliz del pasado.

Hace años que me despedí. En un pasillo de la residencia donde vive. Nos dejaron solas, y aproveché para cogerla de la mano y decirle que la quería. Me dio las gracias, muy cortés, y luego me preguntó por “la niña”, que qué tal estaba, que qué tal le iba en el colegio. La niña era yo. Entonces comprendí que yo debía de parecer para ella una de esas señoritas amables y sonrientes que cuidaban de ella, que la llevaban a desayunar o a cenar, que la lavaban o la vestían. Pero que en su cabeza su bisnieta era una niña estudiosa, risueña, que vendía flores en su salón a una abuela y una bisabuela de paciencia infinita.

La echo de menos. Hace años que lloré por ella. Por la pérdida de esa mujer valiente, apasionada y fuerte. Por la pérdida del secreto del arroz con leche, de las migas, de las gachas, de las croquetas, de las albóndigas con macarrones. Por la pérdida de las interminables partidas de tute con renuncios, por la sonrisa de pillina cada vez que se comía una ficha al parchís. Toda una vida, todo un siglo que se apaga.

Sólo queda desear que vaya rápido, sin angustia y sin miedo, y por supuesto, sin dolor. Ese ya nos lo repartimos entre todos los que la queremos.

domingo, 2 de septiembre de 2007

Enfermedad y muerte

Hoy estaba en el metro, leyendo uno de esos carteles de fomento de la lectura que pegan al lado de las puertas. Era un fragmento de una novela que decía que “Madrid huele a sol por la mañana” y hablaba de la ausencia de efluvios más campestres, como el estiércol, o las gallinas. Y me he puesto a pensar que hemos conseguido desterrar todas las cosas desagradables de nuestras vidas. Ahora tenemos alcantarillas, lo que comemos se produce lejos de las viviendas (por lo menos en las grandes ciudades), metemos a nuestros mayores en residencias, a los mendigos en albergues y a los enfermos en hospitales.

Todo está muy organizado y es muy aséptico. Y si esta organización tiene su parte buena, también tiene su parte mala.

Tengo la sensación de que los hombres y mujeres modernos somos tremendamente inmaduros cuando nos enfrentamos con el dolor, la enfermedad y la muerte. No hemos nacido en casa, y asumimos que no moriremos en casa. Esas dos fases de la vida transcurren entre las paredes de los hospitales, y el dolor y la muerte quedan confinados entre esas paredes y presenciados por extraños.

En algún momento de nuestras vidas aprendemos que todo lo que vive tiene que morir, y que esa muerte suele venir precedida por la enfermedad, pero no deja de ser un concepto abstracto. El problema se presenta cuando nos vemos enfrentados a la realidad, cuando la enfermedad ataca a un ser querido y no sabemos cómo manejar la situación.

Nos sentimos culpables por no poder hacer nada, o por no querer mirar la verdad de frente. Ignoramos cómo reconfortar y apoyar, se nos seca la boca y no encontramos palabras que pudieran hacer más dulces los últimos días de la persona que amamos. Y llega un momento en que la única forma de comunicar es el tacto, coger una mano, acariciar un brazo, hablar en voz queda para que el sonido de la conversación acune al enfermo, lo meza, y le haga sentirse menos solo.

Somos egoístas. Nos dan miedo el dolor y el sufrimiento ajenos. Por un lado nos lo meten a presión en cada telediario, por otro nos obligan a ser jóvenes, sanos y felices. No estamos preparados para hacer frente a la muerte, nos da miedo, la hemos desterrado, ya no forma parte de nuestras vidas. Es difícil aprenderlo tan de repente.