miércoles, 5 de junio de 2013
Días 0, 1 y 2
lunes, 7 de septiembre de 2009
Con lo que duele…

Solemos disfrutar de buen humor, de risas, incluso de carcajadas, en los lugares más inverosímiles. Supongo que es una reacción al dolor y al pasmo, al susto y a la muerte. Porque llorar de la risa en la recepción del tanatorio de la M-30 no es muy normal, no.
Lo que pasa es que todo cansa y aburre, y algunas cosas no tienen gracia.
Mi bisabuela se muere. Algunos pensarán que es una circunstancia de lo más normal. 98 años son muchos años, y el cuerpo aguanta lo que aguanta y ni un minuto más. Afortunadamente, está inconsciente y ajena a la angustia y el sufrimiento de los últimos momentos. Cada vez respira más despacio, y se va apagando como un fuego que ya ha ardido hasta consumir lo último que le quedaba.
Parece un pajarito. Delgadita, pequeña, encogida, ligera. Parece que ya se ha despegado de nosotros y se ha ido a algún otro sitio.
Ya no conoce a nadie. De hecho, hace ya mucho tiempo que perdió la memoria. Tampoco habla. Puede que no recuerde cómo se articulan las palabras. No sé si piensa, aunque me gusta creer que sí, y que se ha refugiado en algún momento feliz del pasado.
Hace años que me despedí. En un pasillo de la residencia donde vive. Nos dejaron solas, y aproveché para cogerla de la mano y decirle que la quería. Me dio las gracias, muy cortés, y luego me preguntó por “la niña”, que qué tal estaba, que qué tal le iba en el colegio. La niña era yo. Entonces comprendí que yo debía de parecer para ella una de esas señoritas amables y sonrientes que cuidaban de ella, que la llevaban a desayunar o a cenar, que la lavaban o la vestían. Pero que en su cabeza su bisnieta era una niña estudiosa, risueña, que vendía flores en su salón a una abuela y una bisabuela de paciencia infinita.
La echo de menos. Hace años que lloré por ella. Por la pérdida de esa mujer valiente, apasionada y fuerte. Por la pérdida del secreto del arroz con leche, de las migas, de las gachas, de las croquetas, de las albóndigas con macarrones. Por la pérdida de las interminables partidas de tute con renuncios, por la sonrisa de pillina cada vez que se comía una ficha al parchís. Toda una vida, todo un siglo que se apaga.
Sólo queda desear que vaya rápido, sin angustia y sin miedo, y por supuesto, sin dolor. Ese ya nos lo repartimos entre todos los que la queremos.
domingo, 2 de septiembre de 2007
Enfermedad y muerte

Todo está muy organizado y es muy aséptico. Y si esta organización tiene su parte buena, también tiene su parte mala.
Tengo la sensación de que los hombres y mujeres modernos somos tremendamente inmaduros cuando nos enfrentamos con el dolor, la enfermedad y la muerte. No hemos nacido en casa, y asumimos que no moriremos en casa. Esas dos fases de la vida transcurren entre las paredes de los hospitales, y el dolor y la muerte quedan confinados entre esas paredes y presenciados por extraños.
En algún momento de nuestras vidas aprendemos que todo lo que vive tiene que morir, y que esa muerte suele venir precedida por la enfermedad, pero no deja de ser un concepto abstracto. El problema se presenta cuando nos vemos enfrentados a la realidad, cuando la enfermedad ataca a un ser querido y no sabemos cómo manejar la situación.
Nos sentimos culpables por no poder hacer nada, o por no querer mirar la verdad de frente. Ignoramos cómo reconfortar y apoyar, se nos seca la boca y no encontramos palabras que pudieran hacer más dulces los últimos días de la persona que amamos. Y llega un momento en que la única forma de comunicar es el tacto, coger una mano, acariciar un brazo, hablar en voz queda para que el sonido de la conversación acune al enfermo, lo meza, y le haga sentirse menos solo.
Somos egoístas. Nos dan miedo el dolor y el sufrimiento ajenos. Por un lado nos lo meten a presión en cada telediario, por otro nos obligan a ser jóvenes, sanos y felices. No estamos preparados para hacer frente a la muerte, nos da miedo, la hemos desterrado, ya no forma parte de nuestras vidas. Es difícil aprenderlo tan de repente.