Acabo de volver de mis vacaciones de Semana Santa. En el campo. Un lugar bucólico. Un paisaje idílico. Sin luz, agua corriente, teléfono, Internet, cobertura móvil… Una maravilla en cuanto a desconexión del ajetreado mundo de todos los días.
Recuerdo un tiempo en el que era lo habitual en mí, si me buscabas un fin de semana, andaba perdida por los cerros de Úbeda, o de cualquier otro sitio de nombre exótico situado a lo largo y ancho de la geografía española. Me iba en época de migración de aves, en época de copulación de anfibios, en época de recolección de setas, cualquier momento era bueno para salir de Madrid y perderse en el monte.
Recuerdo un tiempo en el que era lo habitual en mí, si me buscabas un fin de semana, andaba perdida por los cerros de Úbeda, o de cualquier otro sitio de nombre exótico situado a lo largo y ancho de la geografía española. Me iba en época de migración de aves, en época de copulación de anfibios, en época de recolección de setas, cualquier momento era bueno para salir de Madrid y perderse en el monte.
Y esta semana me he dado cuenta de que soy una urbanita empedernida. Sin Internet, sin correo electrónico, sin Messenger, sin conexión con el resto del mundo, sin botones que pulsar… Me siento perdida. Cuesta desengancharse. Lo peor es cuando te das cuenta de que no sabes qué hacer sin el portátil en las rodillas, sin la tele encendida, sin móvil…
Afortunadamente, las viejas costumbres vuelven pronto, y además me he curado el “mono” del click haciendo fotos, y podando olivos. Pero he tenido que volver a la pluma y el papel para repasar y tomar notas (la semana que viene estoy de exámenes), yo que por fin me había acostumbrado a hacerlo todo a través de la electrónica.
En fin, una gozada de vacaciones, y una vuelta a la vida real con las pilas puestas y un montón de proyectos nuevos.
Ya os contaré.
Ya os contaré.
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