Todo está muy organizado y es muy aséptico. Y si esta organización tiene su parte buena, también tiene su parte mala.
Tengo la sensación de que los hombres y mujeres modernos somos tremendamente inmaduros cuando nos enfrentamos con el dolor, la enfermedad y la muerte. No hemos nacido en casa, y asumimos que no moriremos en casa. Esas dos fases de la vida transcurren entre las paredes de los hospitales, y el dolor y la muerte quedan confinados entre esas paredes y presenciados por extraños.
En algún momento de nuestras vidas aprendemos que todo lo que vive tiene que morir, y que esa muerte suele venir precedida por la enfermedad, pero no deja de ser un concepto abstracto. El problema se presenta cuando nos vemos enfrentados a la realidad, cuando la enfermedad ataca a un ser querido y no sabemos cómo manejar la situación.
Nos sentimos culpables por no poder hacer nada, o por no querer mirar la verdad de frente. Ignoramos cómo reconfortar y apoyar, se nos seca la boca y no encontramos palabras que pudieran hacer más dulces los últimos días de la persona que amamos. Y llega un momento en que la única forma de comunicar es el tacto, coger una mano, acariciar un brazo, hablar en voz queda para que el sonido de la conversación acune al enfermo, lo meza, y le haga sentirse menos solo.
Somos egoístas. Nos dan miedo el dolor y el sufrimiento ajenos. Por un lado nos lo meten a presión en cada telediario, por otro nos obligan a ser jóvenes, sanos y felices. No estamos preparados para hacer frente a la muerte, nos da miedo, la hemos desterrado, ya no forma parte de nuestras vidas. Es difícil aprenderlo tan de repente.
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