Esta semana he estado en Barcelona de vacaciones. Una de las visitas obligatorias es a las clases de Gonzalo, que ha sido mi maestro de Karate durante mi estancia en esa estupenda ciudad. Como entrenaba en dos sitios diferentes, cada vez que paso por allí intento visitarlos a todos.
El martes me pasé por las clases del gimnasio Yawara a saludar. Sigo recuperando la rodilla y me han desaconsejado la práctica hasta septiembre. Como me prometí a mí misma seguir al pie de la letra las indicaciones del médico y el fisioterapeuta, no se me había ni pasado por la cabeza llevarme el karategi de vacaciones. Llegué al gimnasio, me senté en un borde del tatami y asistí a la clase desde la barrera. Ocho meses después sigo sintiendo la misma congoja al ir a una clase de Karate como observadora que cuando me lesioné. Cada vez que pienso en lo que me queda por recuperar se encoge el alma.
Al terminar la clase, Gonzalo me preguntó por qué no me había llevado la ropa para entrenar. Le contesté que no podía, que hasta septiembre tendría que tener paciencia. Le pregunté que si me dejaba ir a ver la clase de Montmeló el viernes, para salir de cervecitas también allí. Ya que no puedo asistir a la clase normal, por lo menos ir a “la de cañas”. Como siempre, Gonzalo me dijo que no había problema pero que el viernes quería verme con karategi, “te dejo unos pantalones y te pones una camiseta”, y que teniendo mucho cuidado podría entrenar suave.
La reacción primera fue de confusión, la segunda de felicidad pura. El viernes estaba a la hora convenida en el polideportivo municipal de Montmeló, en la sala de Karate, con un karategi puesto y el corazón alegre.
Fue una clase suave, tranquila, de verano. La sala es muy calurosa en estas fechas y con la humedad ambiente se convierte en una sauna. Al empezar, cierta ansiedad, pensé que habría olvidado parte de lo aprendido. Al fin y al cabo, llevo una temporada entera fuera del tatami, pero no. Todo estaba ahí, todos los movimientos, todos los recuerdos, el tacto des suelo en la planta de los pies, el sudor corriendo por la espalda, los reflejos, el sonido de la voz del maestro contando, los saludos, las guardias.
La rodilla respondió bien. Mucho mejor de lo que esperaba. Era más una sensación de miedo e inseguridad que de dolor, algo de lo que mi fisioterapeuta me había advertido pero que yo no había experimentado nunca.
Voy a tener que reaprender a entrenar y a usar la rodilla. A manejar una pierna que responde de forma distinta, pero la clase del viernes fue un momento muy especial para mí. En una hora, Gonzalo consiguió que dejara de tener miedo. Ha curado mi ansiedad. Ahora estoy segura de que podré volver a entrenar un día muy próximo, y que volveré a estar al mismo nivel que antes algún día, probablemente no tan lejano como lo que creía hasta ahora.
Gracias Gonzalo. Gracias por obligarme a ir a clase. Gracias por todo. Quiero imaginar que sabes muy bien lo que ha significado para mí. En caso contrario, quiero decirte que ha sido uno de los mejores momentos de los últimos meses.
Sólo de pensar en lo que se suda y lo que puede resbalar el tatami, se me ponen los pelos como escarpias. Se compensa con la ilusión que sé que te ha hecho.
ResponderEliminarOjos que no ven...............en breve nos damos unas leches juntitos (K)